Harto ya mi espíritu de las deliberadas aquiescencias, los actos de contrición y las familiares exculpaciones, me propongo contarles a ustedes, contarle al mundo, lo que sería incapaz de contarle a mi panadero. Y no por timidez sino, más bien, por astucia. Huellas anónimas —a veces, no tanto— que calaron en el trasfondo de mi persona, en mi forma de ser, en mi ánimo. Si hablo de mi adolescencia es porque, aunque tengo cincuenta y tres años, cuando oigo esa palabra aún me siento afectado por ella. Debo decir que estoy absolutamente orgulloso de ser tan «inmaduro».
Como todo, lo anterior añora su requiebro. Por diversas catástrofes nunca he sido joven. Nunca tuve una novia bonita con la que hablar y hacer cosas aún más bonitas a los quince años. A esa edad yo tenía alma de viejo. Matusalén de crío. Cuando descubrí la juventud, sufrí la emboscada de ciertas maluras que todavía hoy me martirizan. Por eso todavía «adolezco», pese a la edad y a los malentendidos que, a veces, me ocasiona.
Para entender mi adolescencia hay que creer en el Espíritu. No sé si toda trayectoria emerge de una raíz —en este caso, una infancia poco ejemplar— o si, por el contrario, como les ha pasado a otros de mi especie, fue una explosión de sensaciones intempestivas las que motivaron aquel espeluznante vacío en el corazón, esa necesidad de amor, desnuda necesidad, ese pasarse el tiempo maquinando maldades, dándole vueltas a ideas equivocadas en la cabeza, que irreversiblemente se volvían en mi contra.
Era una pequeña oruga rimbaudiana; sufrí lo que nadie ha sufrido, sentí lo que nadie ha sentido; pero algo me dice que no me convertí en mariposa. A veces, creo que tuve los mismos problemas de un hombre de genio o, como diría Borges, de un pobre hombre de genio, sin serlo.
Incluso me pregunto de dónde vendría ese dolor viscoso, húmedo, empalagoso, y sin embargo puro, que arrastraba mi alma a despeñaderos y albañales. Pienso que solo Dios —en el que en aquella época yo no creía en absoluto, más bien, me entrenaba en maldecirlo de diversas formas, a cual más estrafalaria, al menos durante un tiempo— y mi habitación conocían las cloacas húmedas de mi alma, las capitulaciones de mi ser, la calma negra de mis noches.
La felicidad se me negaba como a un elegido el amor; con alevosía, con vileza, por alusiones. Me sentía presa de una conspiración: como si alguien hubiera tachado mi nombre de las coordenadas de un plan que entonces se me antojaba incomprensible.
¡Qué timo de adolescencia!
¡Un tobogán para corazones polvorientos!
¡Qué sensaciones tan poco elegantes, tan baratuchas, tan maltrechas!
¡Qué sentimientos tan zaparrastrosos!
¡Qué poco sensatas sus depravadas perversiones!
¡Asco de puta mientras se la chupa a su cliente! ¡Asco después, mientras éste la viola con violencia!
¡Dinero de putero que buscara un poco de afecto, de calor!
¡Eternas y efímeras tolvaneras íntimas!
¡Emocionados y excitados gritos y silencios!
Mi sueño era escribir un poema que tuviera la dimensión de un cataclismo, escribir un poema que pudiera transfigurarse en una caricia… y luego perderme tras alguna quimera, solitario. Bah, delirios de tarado.
Lo que quedaba de mí era el resto de un navío. No podía estar solo, aunque siempre estaba solo; misteriosas heridas cuyo significado me era del todo ajeno, como esas historias en la noche que uno, cuando está triste, teme o imagina, habían traído a mi corazón, los incendios y los fríos, que alternaban por turnos sus respectivos pavores dentro de mí.
Aquello era el horror, puedo asegurarlo. Y sus elegidos no deberían tener prisa, ninguna prisa. Mi sangre se volvió azul de tanto sufrir y cierto apéndice de mi cuerpo, blanco. En cierto modo soy un aristocrático «albino de… Troya».
Lo que quedaba de mí era la deflagración de un maquillaje. Una máscara buscando su rostro. Un alma en descomposición que vertía sobre el mundo, que vertía sobre el vacío su destino de estrella.
A veces, desgraciadamente menos de las que yo hubiera deseado, venían sobre mí, sobrevolaban mi cielo, sin que yo pudiera alcanzarlos, destellos de felicidad. Unas imágenes que me retrotraían a la más temprana infancia, a los cuatro o cinco años, cuando, ya en el nuevo piso, me quedaba delante de la habitación de mis padres observándolos, Dios sabrá por qué, esperando, quizás, me digo ahora, que despertaran y me llevaran a dormir con ellos como siempre sucedía, y entonces recuerdo que era feliz.
Destellos, destellos, destellos; solo destellos fugaces e insondables de alegría interior, de esa sonrisa que nace de dentro, imágenes de felicidad, de una alegría jamás presentida, que yo habría de descubrir más tarde y sentir toda su verdad, frescura e intensidad, antes de echarla a perder, naturalmente. No esas alegrías superficiales, blanduchas, esas risas tontas, esas carcajadas inútiles, que después te dejan más triste, sino algo de una pureza extrema, sublime, maravillosa. Algo que te hacía reír, y hasta llorar incluso, como si la arquitectura de la alegría fuera una lágrima.
Pero eso sería después, mucho después. Entonces, sobre los quince años, mi vida era un cuento de hadas en el infierno (hadas en el hades). El panorama de un eclipse… ¡Dios mío, a los quince años! Un solitario sollozo. Una víscera llameante goteando quejumbre.
Pero hombre, ¿por qué te quejas? Eres un espíritu extraño. Desde siempre. ¿De qué huyes ahora? Te has pasado la vida huyendo de infinitos laberintos. Los conoces todos. Círculos viciosos y viscosos de los que siempre te libraba por los pelos alguna fuerza benigna. ¿Te duele algo? ¿Estás dolorido con alguien? ¿Te han hecho daño?
Un desierto con espejismos es la definición exacta de tu infancia, de tu adolescencia y de tu vida. ¿A que sí? ¿A que no estoy mintiendo? ¿A que no quiero hacerme rico y famoso a tu costa?
Pero si el desierto es el laberinto, ¿cómo entraste en él? ¿Cómo esperas salir?
¿Quizás utilizando argucias verbales o algún argumento trivial?
«La eternidad, la pena y las colinas», eso es también tu vida. Se lo debes todo a Dios. Él te cuidará algún día y seguirás tu particular Golgota y posterior resurrección. Ahora, confórmate con las misteriosas transparencias de Sierra Espuña a la que tu mirada huye como un pajarillo asustado.